Columna de Antonio Díaz Araujo: Ciudadano empoderado versus inversionistas

 

Como sociedad hemos evolucionado, para algunos poco, para otros demasiado. Cada uno es libre de elegir en esta regla el valor que le acomoda. Lo que es indiscutible es que se ha instalado tendencia, yo la llamo: el fenómeno del ciudadano empoderado. Es una corriente que impulsa comunidades en base a objetivos muy básicos o esenciales que buscan que su reclamo o bandera, que juzgan importante, reciba el reconocimiento adecuado en la arena política y pública. Mi primer encuentro con este tipo de organización fue en 2003 cuando un grupo de vecinos del Lago Tahoe, en Estados Unidos, inició una batalla legal por el aumento de contribuciones que consideraban injustas. Un juicio que duró décadas y terminó por favorecer a los propietarios. La composición de la gente que inició la batalla legal era de jubilados, altamente calificados, ya fuera del sector laboral, que contaban con todo el tiempo del mundo para litigar contra el Estado.

En Chile no es la excepción, y estos hechos se han ido acrecentando con los años. Desde “No más Alto Maipo”, Freirina, “Patagonia Libre de Represas” y un sin número de organizaciones se han enfrentado a mineras, inmobiliarias y municipios. Sin ir más lejos, en la zona donde está ubicada nuestra oficina, Ñuñoa, se acaba de paralizar un gigantesco proyecto inmobiliario luego que la Comisión de Evaluación Ambiental de la Región Metropolitana decidiera paralizar la obra denominada Egaña Comunidad Sustentable. La presión para detener esta gran inversión vino conforme a denuncias de la Unión Comunal de Juntas de Vecinos de la comuna.

Este tránsito nacional hacia una sociedad digitalizada, cada vez más educada y empoderada es algo positivo que se ubica hoy como un componente clave a la hora de evaluar previamente cualquier proyecto de inversión. Hoy es parte de los cimientos de cualquier plan que implique inversión, integrar las cuestiones sociales en los proyectos de desarrollo, lo que los técnicos llaman la evaluación del impacto social.

Esto no es nuevo, pero por así decirlo, su poder de fuego y audiencia han crecido ya que tienen más educación, más formas de conectarse, organizarse y mayor acceso a herramientas como solicitudes de transparencia. 

El camino del inversionista hoy más que nunca tiene que considerar los problemas sociales en la planificación e implementación de proyectos. El evaluar el impacto social mejora su calidad y sostenibilidad, apoya y fortalece requerimientos nacionales y locales, y mejora tanto la aceptación como la apropiación local del proyecto. El considerarlos, ayuda a identificar y gestionar los potenciales impactos sociales adversos que un proyecto puede causar o a los que puede contribuir, así como a maximizar los beneficios para las comunidades locales y otros grupos de la inversión. Volviendo al proyecto paralizado en la plaza Egaña, los vecinos denuncian no haber sido notificados de un megaproyecto que afectaba gravemente la falta de luz natural por el emplazamiento de grandes moles de concreto.

En una ciudad que crece y se densifica a velocidad del rayo, se requieren miles de roles de propiedad. Las inmobiliarias cuentan con muchos de esos terrenos, la pregunta es qué podrán construir o desarrollar ahí. Ya, al parecer, no solo importa lo que dice el plan regulador o las áreas homogéneas, sino también lo que piensan y cómo les afecta a los vecinos empoderados que impactará esa inversión.

El trabajo de saber quiénes son, qué opinan y establecer una relación con ellos parece ser parte de un trabajo que, si bien antes podía ser opcional, hoy es parte de la hoja de ruta crítica de cualquier inversionista: escuchar, entender y mantener una relación fluida y sincera con esta audiencia es parte esencial de la conexión con la comunidad. Y la tecnología no puede ser omitida como una gran aliada para lograr ese objetivo. 

Hoy no solo se pone cuesta arriba para futuros propietarios de la urbe, las tasas de interés, sino que también la factibilidad de que esos proyectos puedan llevarse a cabo en las comunidades donde se van a instalar. El papel de la sociedad civil y su rol fiscalizador –que tienen como derecho todos los ciudadanos–, debiera subir los estándares de los proyectos que se aprueban. Esta forma de interactuar con el entorno, hasta hace poco etiquetada como “de activistas”, hoy migra a ciudadanos de a pie que se sienten afectados y se empoderan en el uso del aparato estatal. Eso implica un cambio rotundo en la industria, sea cual sea, en pos de crear proyectos sostenibles tanto ambientalmente como socialmente para así promover relaciones sanas entre las empresas inversoras y la comunidad. Este sí es un cambio de paradigma para Chile.